lunes, 23 de noviembre de 2015

REENCONTRARTE- Capítulo 2

Capítulo 2:
"No hay platos rotos que reparar. Solo hay cosas que vivir, y nunca ocurre como uno había previsto.
Pero lo que puedo decirte es que la vida pasa a una velocidad de vértigo. ¿Qué haces aquí conmigo, en esta habitación? Vete, ve a caminar tras los pasos de tus recuerdos. Querías hacer balance así que vete, vete corriendo."
MARC LEVY, “Las Cosas que no nos Dijimos”



Abbie llegó corriendo al despacho, aun alterada por el encontronazo con ese hombre, subió corriendo las escaleras que llegaban hasta su despacho que se encontraba en la primera planta.
Se quitó el abrigo y como estaba chorreando decidió colgarlo en el lavabo que había al lado de su despacho para no empapar la moqueta, se lo quedó mirando y le dirigió un:
            —Después te seco, tu solo quédate aquí. — “Como si se pudiera mover…” Pensó para si misma.
Recogió los impresos que su secretaria y amiga, Linda le había dejado a punto para la reunión y se fue pitando por el pasillo que daba hasta la sala de reuniones.
Abbie no era una persona muy extrovertida, pero desde que llegó a Londres, Linda y su marido Aaron eran sus mejores amigos.


Alexander seguía andando por las calles de Londres, sin saber dónde ir ni que hacer. Porque tenía el presentimiento de que conocía a esa chica pero no sabía cómo encontrarla ni sabía dónde la había visto, se estaba frustrando.
No podía creerse que su hasta el momento fantástica memoria no se acordara de unos ojos como esos, y lo peor de todo, no sabía dónde buscarla ni dónde encontrarla, no sabía nada en absoluto de esa chica.
Decidió divagar por las calles calentándose la cabeza, no entendía nada. Porque esa chica en un instante le había recordado a la Toscana, al Sol, el calor, las tierras, la granja… Todo.


Por suerte para Abbie la última reunión había tocado su fin y con eso ya podía irse a casa. Necesitaba urgentemente llenar la que tenía en el altillo de cristal y meterse dentro mientras veía la lluvia caer. “Oh si, un buen baño, ¡Que ganitas!”.
Pero había algo que le rondaba la cabeza, la imagen de ese hombre, como si él la conociera, como si supiera quien era, como si quisiera encontrarla. Cada vez que recordaba cómo le había traspasado el alma con esa mirada la mente se le turbaba, había sido muy intenso, pero aun y así quería volverle a ver. Esos ojos azules… Adoraba a los hombres con los ojos azules, eran su perdición. Vale si ella los tenía color ámbar y eran realmente extraños de encontrar, pero ella sentía debilidad por los ojos de color azul.
Llegó a casa y en efecto se dio la ducha que su cuerpo le pedía, y como le sentaba de bien... Se encontraba en la bañera con la cabeza recostada y el pelo empapado le caía en forma de cascada por fuera de la bañera, con los ojos cerrados y oyendo la serenata que componía el cielo a base de truenos, acompañada por un espectáculo de luces provocados por los relámpagos, los cuales ella solo podía intuir. La sensación de estar flotando en medio de una tormenta le encantaba, la relajaba y la hacía sentir a salvo, como si los rayos y truenos fueran su hogar.
Se encontraba sumida en un profundo estado de relajación cuando le volvieron a venir a la mente esos ojos, ¿cómo una mirada podía perturbar tanto a alguien? Y en ese momento abrió los ojos de golpe y se incorporó, empezó a ver los rayos e intentó volver a sumergirse y volver a relajarse… pero nada. Al cabo de un rato decidió salir de la bañera, al fin y al cabo tenía que hacerse algo para cenar. Cogió el albornoz, se lo colocó, se peinó el largo pelo color chocolate y bajó a la cocina.


Alex estaba tumbado en la cama mirando al techo con los brazos en ángulo detrás de su cabeza, no podía parar de pensar. Sabía que la conocía pero no la ubicaba y eso le estaba volviendo loco, ¿Cómo podía su memoria fallar de esa forma?
Inspira, expira, inspira, expira, me tengo que acordar, debo hacerlo, debo encontrarla, va cerebro no me falles así, por favor”. Pensaba casi suplicándole a su cerebro que se acordara.
Y en la oscuridad que le envolvía, sus parpados cedieron a la relajación que estaba sufriendo todo su cuerpo, y no pudo más que quedarse rendido en la cama.


El olor al campo de girasoles, el calor del Sol que cada mañana lucía su piel como si de una chaqueta se tratase, la grandeza de los campos, por cuyas extensiones se filtraba la luz de ese gran astro, la calidez de su hogar… Iba soñando en todas esas cosas, estaba embriagado y a la vez sorprendido por la claridad de sus sueños. Pero él sabía que eso no era un sueño, eran momentos de su infancia, momentos de felicidad que él había vivido, momentos que le acompañarían fuera donde fuese. Nunca los había revivido tan claramente, siempre le venían a la cabeza destellos de su infancia, pero nunca había soñado tan nítidamente.
Pero en mitad de ese sueño, apareció entre los girasoles una niña, con el pelo color chocolate recogido en dos coletas altas y un flequillo que a cada paso que daba le iba bamboleando por la frente. Aparecía sonriente, corriendo por los campos.
Esa misma niña se paró delante del niño que un día fue, el niño de su infancia y le dio un abrazo junto con un:
—Buenos días Alex— “Si los ángeles tuvieran voz, seguro que sonaría así” pensaba el niño, y le plantó un sonoro beso en la mejilla, se separó de él y justo en ese momento Alex vio esos ojos que le traían de cabeza, unos enormes ojos ambarinos que le miraban fijamente. Él le empezó a hacer cosquillas y esa niña empezó a reírse, se reía sin parar, mostrando una alegría que era atípica y altamente contagiosa.
—Buenos días pequeña— Le contestó el Alex niño con una enorme sonrisa.
Tenerla ahí, así de cerca era calmante, como si de un bálsamo se tratara, le hacía sentir feliz. Se sentía en paz, se sentía especial, se sentía querido.
Y entonces,  le llegó un olor que provenía de esa niña que tenía entre los brazos, el olor a canela. Ese olor que dejaba la cocina después de que su madre hiciera galletas, o que hiciera algún que otro postre de los que él tanto disfrutaba. Y esa ráfaga que le había impregnado las fosas nasales con su aroma y que ahora bailaba entre los dos niños le hizo sentir la persona más afortunada del mundo por poder disfrutar de esos momentos.


El hombre que se había quedado profundamente dormido se despertó llevándose con él una enorme bocanada de aire que llegó a sus pulmones. El corazón no le respondía, iba más acelerado de lo normal, latiendo con más fuerza y brusquedad, como diciendo, aquí estoy. Y en cuando sus ojos decidieron abrirse, una lagrimita traicionera rodó por sus mejillas haciendo acto de presencia en el ya de por si alterado hombre.
—Abbie…— Dijo más para si mismo que para el mundo exterior, y cerró los ojos con fuerza, en un intento de que ninguna lagrima más siguiera el camino que había decidido tomar la primera, pero una por una se fueron derramando, como si así limpiaran el alma del pobre muchacho que estaba sentado en esa cama.
Tenía que ser ella, pero aun y así no era posible, no podía ser posible. Aunque algo en su interior le decía que sí. El chispazo que había sentido al cruzarse con ella había sido real, él lo había sentido.
Esa mujer… no podía ser otra, era esa niña con coletas del sueño, la misma con que había compartido su infancia, la misma que le robaba las noches y que un día le robó el corazón. Entonces un montón de preguntas, de las cuales él no tenía la respuesta a ciencia cierta empezaron a encallarse en su mente. ¿Cómo no le había reconocido? ¿Qué había pasado? ¿Y porque? Precisamente El Gran Porque englobaba muchos otros porqués más pequeños.
Él lo había pasado fatal des de que se vieron por última vez, él había llorado casi todas las noches hasta quedarse dormido, él había sentido un vacío en su pecho que no conseguía llenar.
Se quedó como un pasmarote en la cama, la confusión, el miedo, y también la dulzura y la intensidad de sus sueños empezaron a hacer mella en él, le dejaron inmovilizado, pero entonces se acordó de algo. Tenía que comprobarlo… Era la única opción que le quedaba.
De un salto se levantó de la cama y se fue para el comedor del piso que su amigo Angelo le había prestado para unos días hasta que él encontrara uno.
“Deben estar aquí, yo los guardé aquí, así que en algún lado estarán… eso segurísimo ¿Dónde los metí?” Alex iba dando tumbos por todo el comedor.
Había dejado los álbumes que se llevó de su casa como recuerdo en el comedor pero no sabía donde exactamente. Empezó a desparramar todos los objetos que llenaban sus estanterías y que daban calidez a eso que él ya consideraba su hogar.
Al cabo de un largo rato los encontró, los muy malditos estaban escondidos en un rinconcito d la estantería que se encontraba más cercana a la cocina y los abrió, uno por uno. Pasaba las páginas con rapidez, veía fotos de él, de sus padres, pero no le importaba, él solo quería ver esa foto, la única que tenía de ella.
Se dejó caer de rodillas en el frío suelo de madera de su comedor, y empezó a ojearlos casi a la velocidad de la luz, y después de ojear dos largos álbumes la encontró, ahí estaba. Ella. Estaban, esos ojos, esa mirada, su mirada, a la cual acompañaba una enorme sonrisa de felicidad. Los mullidos labios se estiraban en una sonrisa que hizo sonreír al hombre cuyas lágrimas resbalaban por sus mejillas de forma incontrolada.
Llevaba las dos coletitas con el flequillo recto que la caracterizaba, y un vestido blanco con detalles amarillos. Tenía los brazos extendidos y en las manos un girasol, el cual entregaba al fotógrafo con una enorme alegría.
Él había captado ese momento con la primera cámara que tubo, adoraba la fotografía, y adoraba a esa niña, así que hacía la combinación perfecta entre su hobbie y su corazón.

Un día de verano, la pequeña llegó corriendo a casa de Alex pero antes de llegar, mientras iba de camino cogió un girasol del campo que los padres de este regentaban. Cuando ella llegó, él estaba haciendo fotos a los animales y a los girasoles, y no se dio ni cuenta hasta que se giró, entonces la vio allí con los brazos extendidos ofreciéndole un girasol y él no pudo más que hacerle una foto para recordarla siempre. Una sonrisa salió de sus labios y se dirigió a ella para alzarla al vuelo en un abrazo que según ella era “Un abrazo de oso”. La niña le susurró al oído:
            —¿Te ha gustado mi regalo?— y aunque la niña sabía que la respuesta era sí necesitaba oírlo de sus labios, le encantaba su voz y más cuando solo ella podía oírla.
            —Ya sabes que sí, pequeña— y se le escapó una carcajada— Pero… ¿Qué tenemos que celebrar hoy? Porque yo no te he regalado nada— Dijo intentando hacer un mohín que acabo en una gurutal carcajada por parte de ambos.
            —Mmm…— La pequeña Abbie se quedó pensativa, como si no se acordara de porque le había hecho ese regalo y entonces empezó a pellizcarse los labios con los dientes, como si eso la ayudara a pensar— Pues… porque… ¡Es mi cumpleaños, tonto!— le dijo enfurruñándose. Como podía ser que él no se acordara de su cumpleaños…
            —Ah… así que era eso, ¿Eh?— Dijo intentando disimular que se acordaba. Le encantaba cuando se enfurruñaba con él, entonces el pequeño Alex la abrazaba como si la quisiera cubrir de todo el mundo. — Claro que me acordaba— le dijo en un susurro, que solo ella pudo percibir.
            —Ya si, claro… ahora no lo intentes arreglar, jhum— Le contestó cruzando sus brazos sobre el pecho y dando media vuelta en un claro gesto de indignación.
            —Que si me he acordado, sino, espera un momento y lo veras. Cierra los ojos y no los abras hasta que yo no te diga o te quedas sin regalo, así que tu misma— Y se fue para dentro de la casa.
            —¿Tienes los ojos cerrados?— Le preguntó asomándose por la puerta sin descubrir su regalo
            —¡Sí!— Dijo casi gritando ella, con los ojos cerrados y una sonrisa de oreja a oreja.
            —Toma, para ti. ¡Feliz cumpleaños enana!— le dijo revolviéndole el pelo con la mano al tiempo que le entregaba una cajita con un enorme lazo rosa.
Abbie la abrió la caja y dentro se encontró con un álbum fotográfico. La mirada se le iluminó y su rostro parecía expresar una felicidad que realmente ella sentía.
Cuando él hacía fotografías, la pequeña siempre le seguía a todas partes fascinada. A veces cuando ella se despistaba o se quedaba embobada mirando algún animalito o alguna planta él le hacía fotos, pero ella no lo sabía, pues siempre las había guardado y nunca las llevaba a revelar y cuando revelaba el sinfín de fotografías hechas siempre esperaba que ella estuviera ahí para verlas por primera vez. Era algo que les conectaba a un nivel muy profundo, así que cuando vio que se acercaba el cumpleaños de la niña decidió recopilar las fotos que le había hecho y regalárselas en un álbum.
A medida que pasaba las páginas del regalo que le había hecho Alex, una lágrima tras otra acechaban en sus ojos dispuestas a salir al mundo exterior.


Alexander se había sumido en su propio mundo, se había derrumbado con esa fotografía. Le recordaba tanto…

Y en medio de ese momento de nostalgia no pudo más que sonreír, a pesar de que alguna que otra lágrima traicionera decidiera ir por su cuenta mejilla abajo.

1 comentario:

  1. Hola, ahorito solo estoy de paso por los blog, mas tarde leo tus relatos :3
    Participo de la iniciativa de blog asociados, ya te sigo y espero que te pases por mi blog. Besos y felices lecturas.

    ResponderEliminar