Capitulo 1:
“Era el mejor de los tiempos, era el
peor de los tiempos, era la edad de la sabiduría, era la edad de la insensatez,
era la época de la creencia, era la época de la incredulidad, era la estación
de la luz, era la estación de la oscuridad, era la primavera de la esperanza,
era el invierno de la desesperación.”
CHARLES
DICKENS, “Historia de dos ciudades”
”Y
otra vez como cada día” pensaba Abbie, mientras se ponía dando saltitos sus
botas de tacón.
Era un día lluvioso en la capital
inglesa, y Abbie, como siempre, llegaba tarde al trabajo.
Hacía unos meses que se había comprado
un apartamento a dos manzanas de la empresa multinacional donde trabajaba,
precisamente porque sabía de su falta de puntualidad. Lo que en el momento de
la compra no se imaginaba es que le funcionaría totalmente al revés de su
propósito.
Vivir tan cerca le daba seguridad, pues
realmente solo necesitaba unos cinco minutos para llegar a la oficina y por eso
siempre iba “con la hora en el culo”.
—
Mierda, mierda, mierda…— Gruñía por lo bajini, mientras buscaba sus llaves con
desesperación, después de haberse podido poner las botas era lo único que le
impedía salir del apartamento de una vez por todas y echar a correr por las
calles londinenses hasta llegar a su oficina. —Así que estabais aquí ¿eh?...
Malditas llaves y maldita pereza… ¿es que siempre tengo que ir tarde a todos
sitios?... — llevaba unos veinte minutos repasando minuciosamente con la mirada
todo su hogar y ni rastro de ellas. Aun y así el único sitio donde no había
mirado era donde estaban. Las había dejado donde siempre dejaba las llaves, aunque
ella no recordaba haberlo hecho, pero si, sus magníficas llaves estaban ahí, en
el cuenco de la entrada.
Cuando las hubo recuperado y se hubo
dado el visto bueno en el espejo de la entradilla salió dando un portazo y
metiendo las llaves en la cerradura, con una rapidez típica más de un ninja que
de una persona más o menos tirando a torpe.
Su vecina de al lado, una mujer ya mayor
y viuda salió de su dúplex, el contiguo al de Abbie.
—¡Oh!
¡Cielos santos! ¿Has sido tú Abbie? ¿Has dado tu ese portazo?— Le preguntó a la
joven, que cerraba su dúplex apresuradamente.
—Sí,
Señora Martinelli, he sido yo— Contestó la chica. — La verdad… llego tarde
Martha, hoy tengo una reunión muy importante y bueno, el despertador no ha
sonado y… Tengo que irme.
—Entonces
no la molesto más, pero ¡Vigile! Un día de estos acabará con la puerta en medio
del rellano. ¡Que tenga un buen día!— Dijo alzando la voz, pues la persona que
había de recibir el mensaje bajaba por las escaleras como alma que lleva el
diablo. — Ai… esta juventud…— Dijo
apresurándose a entrar de nuevo en su hogar, ya que había salido con los rulos,
el batín, y las zapatillas de ir por casa.
—¡Igualmente
Martha! — Se oyó en un chillido des del hueco de la escalera, pero era tarde,
la anciana ya había cerrado la puerta.
Tan solo había dado un par de pasos por
la calle que empezó a llover como si se acabara el mundo, y en ese momento se arrepintió de no haber cogido su
queridísimo paraguas azul, si volvía a casa no llegaría al despacho ni que
fuera Superman a buscarla, así que optó por cubrirse la cabeza con la capucha
de su adorada chaqueta marrón y echar a andar lo más rápido posible por el
arcén que ya empezaba a estar empapado.
La capucha le cubría el rostro casi que
en su totalidad, y así solo se le veían los labios y parte de sus mejillas y
bajo la capucha nada era mucho mejor, pues ella solo veía parte del arcén y
como mucho alguna pierna que pasaba junto a ella y eso ya la había metido en
problemas más de una vez, porque siempre se tropezaba con extraños a los que
les pedía disculpas incesantemente al ver sus caras de enfado.
Con el sonido de sus pasos sobre la
acera iba pensando en la reunión, en cómo se le presentaba el día y en que
debía comprarse más de un despertador para poder llegar de una vez por todas a
tiempo a la faena.
“¿Porque
todo me pasará a mí? Maldito despertador… se supone que debería haber sonado…
Aaaarg… Cuando salga se va a la basura y
me compro otros tres para asegurarme de que suenen, tres despertadores no
pueden fallar ¿O sí…? Es para poner una queja a los fabricadores de
despertadores, es que no saben que hay millones de personas que dependen de que
esos malditos trastos del demonio suenen a su hora ¡¿Eh?! Y encima me toca
correr… Al final tendré que hacerle caso a mi madre y comprarme unas bambas
para ir a la faena porque tela telita con la semana que llevo…”
Y de repente empezó a notar como una
extensión de su culo, algo realmente frío, duro y mojado, el arcén.
Entonces preguntas del tipo: “¿Pero… que hago yo aquí?, ¿Pero si yo
estaba andando? ¿Cómo cojones me he caído yo?” empezaron a cruzar la mente
de Abbie, una sucesión de preguntas sin respuesta aparente que se atropellaban
unas con otras.
—Perdone
señorita, yo… de veras lo lamento mucho, no me había fijado en que… en
definitiva que ha sido mi culpa este tropiezo, le ruego me disculpe y acepte mi
mano, para… para ayudarla a levantarse — Dijo una dulce voz a la cual ella no
ponía cara.
—¿Mmm…?—
“Sigo sin poder creerme que me haya caído
hoy, ¡HOY! Mierda, mierda, mierda levanta de una maldita vez, por favor
piernas, funcionad por una vez”. — N-no pasa nada, la verdad es que yo
tampoco miraba por donde iba y bueno… me suelo tropezar… yo lo siento. — Dijo
abatida.
Y entonces por debajo la capucha se
asomó una perfecta mano masculina, la que supuestamente acompañaba esa dulce
voz, y sin dudarlo la agarró con la suya para poder levantarse del suelo. “Perfecto, esto realmente es PER-FEC-TO,
estaré empapada, no puede ser, esto no puede estar pasándome a mí, Dios, es que
¿porque tengo tan mala pata?”
En cuando levantó la mirada para poder
buscar a quien le prestaba su ayuda notó que unos penetrantes ojos azules, la
buscaban, se clavaban en los suyos color ámbar, esos ojos intentaban
traspasarlas, intentaban llegar a su alma y ella no entendía por que un extraño
la miraba así, había algo en esa mirada que le resultaba familiar. Con esa
mirada las pocas conexiones que había entre sus neuronas se desvanecieron, como
si nunca hubieran existido. No podía enlazar más de dos palabras seguidas, como
si su cerebro nunca lo hubiera aprendido a hacer. Si abría la boca quedaría
como un indio apache de las películas de los años cuarenta, y no podía dar esa
imagen delante de ese hombre.
“Mi
querer pedir perdón, mi ser torpe, mi no ser coordinada” Ya se imaginaba la
escena, pero no lo podía hacer, ya suficientemente mal había quedado con ese
hombre que no conocía de nada.
Se apresuró a levantarse sin querer
retirar sus ojos de los de aquel hombre, pero lo hizo, rompió ese lazo que les unía,
aunque no se conocían de nada.
—Señorita
debería vigilar más, podría haberse hecho daño— Le dijo el extraño mientras se
pasaba la mano por la nuca acariciando ese pelo rubio ceniza, mientras una
sonrisa pugnaba por salir, con unos perfectos dientes que podrían iluminar una
ciudad a oscuras.
Y fue como si se detuviera el tiempo, el
corazón empezó a saltársele algunos de esos latidos sin importancia, y el
cerebro sufrió un cortocircuito, se le desconectó aún más. Fue como si apagaran
a un robot.
“Eh,
cerebro, di algo, aunque sea una chorrada, acuérdate que mis labios si saben
hablar, no me dejes en ridículo ahora, ¡¡¡Por favor!!! Ayúdame a pasar la
mínima vergüenza posible y te lo recompensaré, vamos… Se bueno conmigo.” Le
suplicaba Abbie a su cerebro a ver si así de una vez por todas volvía a ser una
persona normal, coordinada y educada.
—Yo
lo lamento, no me fijé, y…— empezó a tartamudear porque el frío empezaba ya a
calar en sus huesos y tener a ese hombre le nublaba la razón y eso no la estaba
ayudando en nada. — Espero que no se haya hecho daño, lo lamento de verdad— Y
bajó la mirada porque sus mejillas empezaban a ponerse de un color más rojo que
las señales de Stop.
—No
se disculpe, es mi culpa también, yo iba distraído, mea culpa, discúlpame—Alexander no podía retirar los ojos del
cuerpo de esa muchacha, le resultaba familiar, como si ya la conociera pero no
la recordaba.
Empezó a estudiar cada milímetro de su
cuerpo, el cual empezaba a empaparse igual que su cara, tenía un cuerpo esbelto
y grácil, tenía unos labios carnosos que insistentemente pellizcaba con los
dientes, como si eso la ayudara a pensar más deprisa, y unos ojos color ámbar
con motitas color verde, que se le clavaron en el corazón.
Esos ojos eran muy difíciles de
encontrar y menos aun en Inglaterra donde la mayor parte de la población era más bien rubia, de ojos claros y de tez
pálida.
Pero esa chica era todo lo contrario,
empezando por esos ojos color caramelo fundido, la tez morena y el pelo color
chocolate.
En su interior Alexander sabía que los
había visto antes, pero no sabía donde ni en que momento de su vida, no sabía
decir a quien le había visto esos ojos ámbar, solo sabía que no era la primera
vez que los veía y rezaba para que tampoco fuera la última. De repente una voz que
provenía de esa muchacha le sacó de sus ensoñaciones
—Disculpe
tengo que irme, llego tarde—dijo Abbie intentando zafarse de esa situación tan
incómoda, y en ese instante la mano de Abbie rozó la de Alex y fue como si le
hubiera dado un chispazo, como si hubieran establecido una conexión y ese fue el último momento en que volvieron a
conectar sus ojos, el último momento en que el ámbar y el azul turquesa
enzarzaron un duelo, la última vez en que sus respectivas miradas se clavaron
en el corazón del otro.
Abbie solo quería irse de ahí, no sabía
porque ese extraño empezaba a mirarla así, y empezaba a tener miedo, había algo
que no iba bien.
Alex aun
tardo unos minutos en irse de ese sitio, no sentía la necesidad de hacerlo, se
sentía a salvo, como si volviera a estar en casa, solo Dios sabía lo mucho que
echaba de menos su Toscana natal, ese pedacito de Italia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario