Capítulo
2:
"No hay platos rotos que reparar. Solo hay cosas que
vivir, y nunca ocurre como uno había previsto.
Pero lo que puedo decirte es que la vida pasa a una velocidad de vértigo. ¿Qué haces aquí conmigo, en esta habitación? Vete, ve a caminar tras los pasos de tus recuerdos. Querías hacer balance así que vete, vete corriendo."
Pero lo que puedo decirte es que la vida pasa a una velocidad de vértigo. ¿Qué haces aquí conmigo, en esta habitación? Vete, ve a caminar tras los pasos de tus recuerdos. Querías hacer balance así que vete, vete corriendo."
MARC LEVY, “Las
Cosas que no nos Dijimos”
Abbie llegó corriendo al despacho, aun
alterada por el encontronazo con ese hombre, subió corriendo las escaleras que
llegaban hasta su despacho que se encontraba en la primera planta.
Se quitó el abrigo y como estaba
chorreando decidió colgarlo en el lavabo que había al lado de su despacho para
no empapar la moqueta, se lo quedó mirando y le dirigió un:
—Después
te seco, tu solo quédate aquí. — “Como si
se pudiera mover…” Pensó para si misma.
Recogió los impresos que su secretaria y
amiga, Linda le había dejado a punto para la reunión y se fue pitando por el
pasillo que daba hasta la sala de reuniones.
Abbie no era una persona muy
extrovertida, pero desde que llegó a Londres, Linda y su marido Aaron eran sus
mejores amigos.
Alexander seguía andando por las calles
de Londres, sin saber dónde ir ni que hacer. Porque tenía el presentimiento de
que conocía a esa chica pero no sabía cómo encontrarla ni sabía dónde la había
visto, se estaba frustrando.
No podía creerse que su hasta el momento
fantástica memoria no se acordara de unos ojos como esos, y lo peor de todo, no
sabía dónde buscarla ni dónde encontrarla, no sabía nada en absoluto de esa
chica.
Decidió divagar por las calles
calentándose la cabeza, no entendía nada. Porque esa chica en un instante le
había recordado a la Toscana, al Sol, el calor, las tierras, la granja… Todo.
Por suerte para Abbie la última reunión
había tocado su fin y con eso ya podía irse a casa. Necesitaba urgentemente
llenar la que tenía en el altillo de cristal y meterse dentro mientras veía la
lluvia caer. “Oh si, un buen baño, ¡Que
ganitas!”.
Pero había algo que le rondaba la
cabeza, la imagen de ese hombre, como si él la conociera, como si supiera quien
era, como si quisiera encontrarla. Cada vez que recordaba cómo le había
traspasado el alma con esa mirada la mente se le turbaba, había sido muy
intenso, pero aun y así quería volverle a ver. Esos ojos azules… Adoraba a los
hombres con los ojos azules, eran su perdición. Vale si ella los tenía color
ámbar y eran realmente extraños de encontrar, pero ella sentía debilidad por
los ojos de color azul.
Llegó a casa y en efecto se dio la ducha
que su cuerpo le pedía, y como le sentaba de bien... Se encontraba en la bañera
con la cabeza recostada y el pelo empapado le caía en forma de cascada por
fuera de la bañera, con los ojos cerrados y oyendo la serenata que componía el
cielo a base de truenos, acompañada por un espectáculo de luces provocados por
los relámpagos, los cuales ella solo podía intuir. La sensación de estar
flotando en medio de una tormenta le encantaba, la relajaba y la hacía sentir a
salvo, como si los rayos y truenos fueran su hogar.
Se encontraba sumida en un profundo
estado de relajación cuando le volvieron a venir a la mente esos ojos, ¿cómo
una mirada podía perturbar tanto a alguien? Y en ese momento abrió los ojos de
golpe y se incorporó, empezó a ver los rayos e intentó volver a sumergirse y
volver a relajarse… pero nada. Al cabo de un rato decidió salir de la bañera,
al fin y al cabo tenía que hacerse algo para cenar. Cogió el albornoz, se lo
colocó, se peinó el largo pelo color chocolate y bajó a la cocina.
Alex estaba tumbado en la cama mirando
al techo con los brazos en ángulo detrás de su cabeza, no podía parar de
pensar. Sabía que la conocía pero no la ubicaba y eso le estaba volviendo loco,
¿Cómo podía su memoria fallar de esa forma?
“Inspira,
expira, inspira, expira, me tengo que acordar, debo hacerlo, debo encontrarla,
va cerebro no me falles así, por favor”. Pensaba casi suplicándole a su cerebro
que se acordara.
Y en la oscuridad que le envolvía, sus
parpados cedieron a la relajación que estaba sufriendo todo su cuerpo, y no
pudo más que quedarse rendido en la cama.
El
olor al campo de girasoles, el calor del Sol que cada mañana lucía su piel como
si de una chaqueta se tratase, la grandeza de los campos, por cuyas extensiones
se filtraba la luz de ese gran astro, la calidez de su hogar… Iba soñando en
todas esas cosas, estaba embriagado y a la vez sorprendido por la claridad de
sus sueños. Pero él sabía que eso no era un sueño, eran momentos de su
infancia, momentos de felicidad que él había vivido, momentos que le
acompañarían fuera donde fuese. Nunca los había revivido tan claramente,
siempre le venían a la cabeza destellos de su infancia, pero nunca había soñado
tan nítidamente.
Pero
en mitad de ese sueño, apareció entre los girasoles una niña, con el pelo color
chocolate recogido en dos coletas altas y un flequillo que a cada paso que daba
le iba bamboleando por la frente. Aparecía sonriente, corriendo por los campos.
Esa
misma niña se paró delante del niño que un día fue, el niño de su infancia y le
dio un abrazo junto con un:
—Buenos
días Alex— “Si los ángeles tuvieran voz, seguro que sonaría así” pensaba el
niño, y le plantó un sonoro beso en la mejilla, se separó de él y justo en ese
momento Alex vio esos ojos que le traían de cabeza, unos enormes ojos ambarinos
que le miraban fijamente. Él le empezó a hacer cosquillas y esa niña empezó a
reírse, se reía sin parar, mostrando una alegría que era atípica y altamente
contagiosa.
—Buenos
días pequeña— Le contestó el Alex niño con una enorme sonrisa.
Tenerla
ahí, así de cerca era calmante, como si de un bálsamo se tratara, le hacía
sentir feliz. Se sentía en paz, se sentía especial, se sentía querido.
Y
entonces, le llegó un olor que provenía
de esa niña que tenía entre los brazos, el olor a canela. Ese olor que dejaba
la cocina después de que su madre hiciera galletas, o que hiciera algún que
otro postre de los que él tanto disfrutaba. Y esa ráfaga que le había
impregnado las fosas nasales con su aroma y que ahora bailaba entre los dos
niños le hizo sentir la persona más afortunada del mundo por poder disfrutar de
esos momentos.
El hombre que se había quedado
profundamente dormido se despertó llevándose con él una enorme bocanada de aire
que llegó a sus pulmones. El corazón no le respondía, iba más acelerado de lo
normal, latiendo con más fuerza y brusquedad, como diciendo, aquí estoy. Y en
cuando sus ojos decidieron abrirse, una lagrimita traicionera rodó por sus
mejillas haciendo acto de presencia en el ya de por si alterado hombre.
—Abbie…— Dijo más para si mismo que para
el mundo exterior, y cerró los ojos con fuerza, en un intento de que ninguna
lagrima más siguiera el camino que había decidido tomar la primera, pero una
por una se fueron derramando, como si así limpiaran el alma del pobre muchacho
que estaba sentado en esa cama.
Tenía que ser ella, pero aun y así no
era posible, no podía ser posible. Aunque algo en su interior le decía que sí.
El chispazo que había sentido al cruzarse con ella había sido real, él lo había
sentido.
Esa mujer… no podía ser otra, era esa
niña con coletas del sueño, la misma con que había compartido su infancia, la
misma que le robaba las noches y que un día le robó el corazón. Entonces un
montón de preguntas, de las cuales él no tenía la respuesta a ciencia cierta
empezaron a encallarse en su mente. ¿Cómo no le había reconocido? ¿Qué había
pasado? ¿Y porque? Precisamente El Gran Porque englobaba muchos otros porqués
más pequeños.
Él lo había pasado fatal des de que se
vieron por última vez, él había llorado casi todas las noches hasta quedarse
dormido, él había sentido un vacío en su pecho que no conseguía llenar.
Se quedó como un pasmarote en la cama, la
confusión, el miedo, y también la dulzura y la intensidad de sus sueños
empezaron a hacer mella en él, le dejaron inmovilizado, pero entonces se acordó
de algo. Tenía que comprobarlo… Era la única opción que le quedaba.
De un salto se levantó de la cama y se
fue para el comedor del piso que su amigo Angelo le había prestado para unos
días hasta que él encontrara uno.
“Deben
estar aquí, yo los guardé aquí, así que en algún lado estarán… eso segurísimo
¿Dónde los metí?” Alex iba dando tumbos por todo el comedor.
Había dejado los álbumes que se llevó de
su casa como recuerdo en el comedor pero no sabía donde exactamente. Empezó a
desparramar todos los objetos que llenaban sus estanterías y que daban calidez
a eso que él ya consideraba su hogar.
Al cabo de un largo rato los encontró,
los muy malditos estaban escondidos en un rinconcito d la estantería que se encontraba
más cercana a la cocina y los abrió, uno por uno. Pasaba las páginas con
rapidez, veía fotos de él, de sus padres, pero no le importaba, él solo quería
ver esa foto, la única que tenía de ella.
Se dejó caer de rodillas en el frío
suelo de madera de su comedor, y empezó a ojearlos casi a la velocidad de la
luz, y después de ojear dos largos álbumes la encontró, ahí estaba. Ella.
Estaban, esos ojos, esa mirada, su mirada, a la cual acompañaba una enorme
sonrisa de felicidad. Los mullidos labios se estiraban en una sonrisa que hizo
sonreír al hombre cuyas lágrimas resbalaban por sus mejillas de forma
incontrolada.
Llevaba las dos coletitas con el
flequillo recto que la caracterizaba, y un vestido blanco con detalles
amarillos. Tenía los brazos extendidos y en las manos un girasol, el cual
entregaba al fotógrafo con una enorme alegría.
Él había captado ese momento con la
primera cámara que tubo, adoraba la fotografía, y adoraba a esa niña, así que
hacía la combinación perfecta entre su hobbie y su corazón.
Un
día de verano, la pequeña llegó corriendo a casa de Alex pero antes de llegar,
mientras iba de camino cogió un girasol del campo que los padres de este
regentaban. Cuando ella llegó, él estaba haciendo fotos a los animales y a los
girasoles, y no se dio ni cuenta hasta que se giró, entonces la vio allí con
los brazos extendidos ofreciéndole un girasol y él no pudo más que hacerle una
foto para recordarla siempre. Una sonrisa salió de sus labios y se dirigió a
ella para alzarla al vuelo en un abrazo que según ella era “Un abrazo de oso”.
La niña le susurró al oído:
—¿Te ha gustado mi regalo?— y aunque
la niña sabía que la respuesta era sí necesitaba oírlo de sus labios, le
encantaba su voz y más cuando solo ella podía oírla.
—Ya sabes que sí, pequeña— y se le
escapó una carcajada— Pero… ¿Qué tenemos que celebrar hoy? Porque yo no te he
regalado nada— Dijo intentando hacer un mohín que acabo en una gurutal
carcajada por parte de ambos.
—Mmm…— La pequeña Abbie se quedó
pensativa, como si no se acordara de porque le había hecho ese regalo y
entonces empezó a pellizcarse los labios con los dientes, como si eso la
ayudara a pensar— Pues… porque… ¡Es mi cumpleaños, tonto!— le dijo
enfurruñándose. Como podía ser que él no se acordara de su cumpleaños…
—Ah… así que era eso, ¿Eh?— Dijo
intentando disimular que se acordaba. Le encantaba cuando se enfurruñaba con
él, entonces el pequeño Alex la abrazaba como si la quisiera cubrir de todo el
mundo. — Claro que me acordaba— le dijo en un susurro, que solo ella pudo
percibir.
—Ya si, claro… ahora no lo intentes
arreglar, jhum— Le contestó cruzando sus brazos sobre el pecho y dando media
vuelta en un claro gesto de indignación.
—Que si me he acordado, sino, espera
un momento y lo veras. Cierra los ojos y no los abras hasta que yo no te diga o
te quedas sin regalo, así que tu misma— Y se fue para dentro de la casa.
—¿Tienes los ojos cerrados?— Le
preguntó asomándose por la puerta sin descubrir su regalo
—¡Sí!— Dijo casi gritando ella, con
los ojos cerrados y una sonrisa de oreja a oreja.
—Toma, para ti. ¡Feliz cumpleaños
enana!— le dijo revolviéndole el pelo con la mano al tiempo que le entregaba
una cajita con un enorme lazo rosa.
Abbie
la abrió la caja y dentro se encontró con un álbum fotográfico. La mirada se le
iluminó y su rostro parecía expresar una felicidad que realmente ella sentía.
Cuando
él hacía fotografías, la pequeña siempre le seguía a todas partes fascinada. A
veces cuando ella se despistaba o se quedaba embobada mirando algún animalito o
alguna planta él le hacía fotos, pero ella no lo sabía, pues siempre las había
guardado y nunca las llevaba a revelar y cuando revelaba el sinfín de
fotografías hechas siempre esperaba que ella estuviera ahí para verlas por
primera vez. Era algo que les conectaba a un nivel muy profundo, así que cuando
vio que se acercaba el cumpleaños de la niña decidió recopilar las fotos que le
había hecho y regalárselas en un álbum.
A
medida que pasaba las páginas del regalo que le había hecho Alex, una lágrima
tras otra acechaban en sus ojos dispuestas a salir al mundo exterior.
Alexander se había sumido en su propio
mundo, se había derrumbado con esa fotografía. Le recordaba tanto…
Y en medio de ese momento de nostalgia
no pudo más que sonreír, a pesar de que alguna que otra lágrima traicionera
decidiera ir por su cuenta mejilla abajo.